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sábado, noviembre 11, 2006

Terecer escrito sobre W. Styron


José Woldenberg
Styron y el suicidio


Durante muchos años William Styron realizó anotaciones "erráticas" en un cuaderno. Se trataba de un material oculto, bueno sólo para él, cuyo propósito era alimentar su obra y al que no deseaba que nadie más tuviera acceso. No se trataba -según él- de revelaciones escandalosas ni íntimas, no obstante, "si un día decidía desembarazarme del cuaderno, ese momento coincidiría necesariamente con mi decisión de poner fin a mi existencia". Y ese momento llegó. En 1985, con una desesperación inabarcable, como si fuera un "herido ambulante", empezó a realizar los preparativos necesarios para suicidarse. Destruyó su cuaderno, reescribió su testamento, intentó redactar una carta de despedida, sólo para darse cuenta con Pavese que lo mejor sería decir: "No más palabras. Un acto. No volveré a escribir más".

Y sin embargo, no lo hizo. Al escuchar, casi por azar, la Rapsodia para Contralto de Brahms, decidió internarse en un hospital. Cinco años después escribió un lúcido testimonio ensayo sobre la depresión al que tituló Esa visible oscuridad. Memoria de la locura (Grijalbo. 1992).

En él intenta describir lo indescriptible: "la lucidez que huía de mí", "la ausencia total de autoestima", "la sensación general de inanidad", "el odio a mí mismo", "la malsana tristeza", la llamada depresión profunda. Todo ello se le manifiesta de manera paradójica en el momento en que en París debe recoger el Premio Mundial Cino del Duca, consistente en 25 mil dólares, que se otorga a los científicos o artistas cuya obra sea relevante dentro de la tradición humanista. Así lo escribe: "Mientras que podía muy bien levantarme y funcionar casi con normalidad durante la primera parte el día, empezaba a experimentar el comienzo de los síntomas mediada la tarde o un poco después: la oscuridad me invadía tumultuosamente, tenía un sentimiento de terror y enajenación, y, sobre todo, de sofocante ansiedad". Styron recoge el premio, pronuncia su discurso, pero punto y seguido siente que debe regresar con urgencia a Estados Unidos. Confuso, lo abruman el pánico y el desasosiego, sabe que está enfermo. "La sensación de que el proceso de mi pensamiento se hundía bajo una marea tóxica e inenarrable que obliteraba toda respuesta placentera al mundo viviente" lo invade. En la cena en su honor no tiene apetito, es incapaz de sonreír, no puede articular palabra, e incluso, pierde, por un momento, el cheque del premio.

Styron rememora casos de depresión que desembocaron en el suicidio. Jean Seberg, la actriz, que en sus últimos años "se movía como una sonámbula, hablaba poco y tenía el mirar inexpresivo y vacuo de quien se trata con calmantes". Romain Gary, su amigo y esposo de Seberg, dos veces ganador del premio Goncourt, héroe de la República, que un buen día "se metió una bala en los sesos". Primo Levi, el sobreviviente de Auschwitz y autor de Si esto es un hombre, que se "arrojó por el hueco de una escalera". En todos esos casos y en otros más, Styron veía cómo la depresión se convertía en una puerta para el suicidio. Le indignaba la incomprensión de ese proceso y el estigma que para muchos dejaban los suicidas. Decía: no se entiende que acabar con la propia vida puede ser el resultado de la imposibilidad de seguir soportando el tormento: "para la trágica legión de quienes se sienten impulsados a quitarse la vida no debe formularse mayor reproche que para las víctimas de cáncer terminal".

Styron se pelea con la propia denominación de la enfermedad: "depresión", "ese sustantivo de tonalidad blanda y carente de toda prestancia y gravedad". "Por espacio de más de 75 años la palabra se ha deslizado anodinamente por el lenguaje como una babosa, dejando escasa huella de su intrínseca malevolencia e impidiendo, por su misma insipidez, un conocimiento general de la horrible intensidad del mal cuando escapa de todo control". Y propone un nuevo nombre. "Brainstorm" (tormenta en el cerebro), porque decía, se trata de "una auténtica tempestad rugiente en el cerebro".

La tempestad en él había empezado como una nube no demasiado cargada. Bebedor consumado a lo largo de 40 años, "utilizaba el alcohol como conducto mágico que me transportaba a la fantasía y a la euforia, y a la efervescencia de la imaginación". Si bien nunca escribió ebrio, el whisky resultaba reconfortante, le calmaba la ansiedad, y fue "un asociado eminente, inestimable"; un auténtico amigo. No obstante, el amigo lo traicionó. Un buen día no pudo beber más, y se inauguró el ciclo del humor depresivo. Se sintió cada vez más desvalido, temeroso, lóbrego. Styron pinta un cuadro elocuente de los síntomas que lo abrazaron: el cambio en la voz ("apagada, jadeante, espasmódica"), la pérdida de apetito, el agotamiento, el insomnio y "la muerte como una presencia diaria".

Narra los diversos tratamientos con fármacos a los que fue sometido, su lamentable experiencia con un psiquiatra incompetente y su internación en el hospital que resultó el principio de su "salvación". "Los verdaderos médicos fueron la reclusión y el tiempo".

Styron no establece una correlación mecánica de causa y efecto para la depresión. ¿La retirada del alcohol?, ¿la edad?, ¿la insatisfacción con su obra? Encuentra que en sus textos existe casi siempre la presencia del suicidio y que los síntomas de su depresión venían de lejos ("llevaba decenios llamando a mi puerta"). Y cree que la "pérdida" puede ser "la piedra de toque de la depresión"; "la pérdida abrumadora sufrida en la infancia (la de su madre) hubo de figurar como probable génesis de mi trastorno". Ella, por cierto, solía cantar la Rapsodia para Contralto de Brahms.

A los 81 años, William Styron acaba de morir de neumonía.

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